La música suena y crea un
ambiente propicio a enamorarte de los pequeños detalles. Una estatua de Frank
Sinatra decora la barra de un local ambientado en aquellos sitios de carretera
propios de las películas. Mientras alguien juega a los dardos el camarero agita
una coctelera para los clientes de la mesa seis que han pedido un Manhattan. Pienso en que este sería un buen sitio para venir a
escribir y alejarme de lo mundano. Todo sería mucho más fácil si viviésemos en
una eterna novela con pinceladas cinematográficas.
Pero, entonces, no tendría esa
sensación que se adueña de mi lado más irracional al estar enfrente de ti
mientras las horas bailan. No podría contarte que soy la única persona del
mundo a la que le gusta una determinada marca de cerveza y no podríamos hablar
del significado de la canción que está sonando y de la que te sabes la letra
pero no recuerdas el título. Tampoco podría darme cuenta de que soy un castillo
de naipes que tiembla cuando me miras. No me sentiría como el niño que se
sienta por primera vez al lado de la chica que le gusta y ella se molesta en
girarse para decirle Hola. No sabría
lo que significa un abrazo que es capaz de despertar a una inspiración a la que
daba en un lugar paradisiaco y alejada del invierno repentino que se ha
instalado en la ciudad. Aún menos podría pasarme la salida de la autovía para
llegar a casa y acabar perdiéndome en medio de la nada por ir pensando en lo
mucho que tenía que contar en estas líneas.
No, definitivamente, prefiero
improvisar.
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